El Código de Hammurabi: Justicia, Castigo y el Origen del Miedo


En los albores de la civilización, cuando las ciudades de barro se levantaban junto al Tigris y el Éufrates, la ley no era solo un texto, era un acto divino. Babilonia, bajo el reinado de Hammurabi —hacia el año 1754 a.C.—, fue la primera en convertir ese mandato celestial en piedra. Allí, en una estela de basalto negro de más de dos metros de altura, quedó grabado un principio que marcaría el destino de la humanidad, el orden debía sostenerse a través del miedo.

El Código de Hammurabi no inventó la justicia, pero sí la codificó. En un mundo donde la palabra del rey se confundía con la voluntad de los dioses, la ley era una forma de imponer equilibrio en medio del caos humano. Cada norma inscrita en la piedra representaba un pacto entre la divinidad y la sociedad. No existía la idea de derechos humanos, ni de rehabilitación. Existía la retribución. Existía la compensación. Y sobre todo, existía la certeza de que el dolor podía restaurar el orden perdido.

Hammurabi, sexto rey de la primera dinastía de Babilonia, ordenó grabar 282 disposiciones legales que regulaban desde los matrimonios y herencias hasta las penas por robo, fraude o agresión. Estas leyes no eran solo mandatos judiciales, eran declaraciones teológicas. El dios Shamash, símbolo de la justicia solar, aparece en lo alto de la estela entregándole al monarca el cetro y el anillo de mando. Ese gesto divino legitimaba la violencia del castigo. Era visto como equilibrio cósmico. Cada mutilación o ejecución era la representación visible del restablecimiento del orden divino.

A diferencia de lo que las interpretaciones modernas podrían suponer, el Código de Hammurabi no contempla la tortura como práctica judicial. No se menciona la extracción de confesiones mediante el dolor, ni se describe el sufrimiento como un fin en sí mismo. En la mentalidad mesopotámica, el juicio debía demostrar la verdad a través de la intervención de los dioses, no mediante la voluntad humana. Por ello, aunque muchas de las penas descritas hoy nos parecen atroces —amputaciones, cegueras, muerte por empalamiento o ahogamiento—, su propósito era restaurar la justicia, no prolongar el tormento.

Uno de los aspectos más citados es la Ley del Talión, resumido en la célebre frase “ojo por ojo, diente por diente”. En realidad, este principio no fomentaba la venganza, sino que la contenía. En un mundo tribal donde los conflictos podían escalar en cadenas interminables de represalias, la ley del Talión imponía una medida exacta, el castigo debía equivaler al daño causado. Si un constructor levantaba una casa que colapsaba y mataba al propietario, debía morir; si el accidente costaba la vida al hijo del dueño, moría el hijo del constructor. Era brutal, pero racional dentro de su lógica. El dolor tenía una aritmética. La violencia se transformaba en ecuación divina.

El Código era además profundamente jerárquico. No todos los cuerpos valían lo mismo. Un mismo delito podía tener consecuencias distintas según el rango social del afectado. Si un hombre libre golpeaba a otro de igual condición y le causaba una herida, debía pagar una multa; pero si lo hacía contra un esclavo, la pena era menor. La justicia, por tanto, era un reflejo del orden social, rígido y desigual, pero funcional. Lo importante era mantener la estabilidad, no la equidad moral.

Dentro del código, la llamada “prueba del río” ha sido malinterpretada durante siglos como una forma de tortura. En realidad, se trataba de un rito judicial teológico. Cuando no existían pruebas concluyentes, se recurría a la voluntad de los dioses. El acusado debía lanzarse al río; si sobrevivía, era declarado inocente, pues los dioses lo habían protegido; si moría, se consideraba culpable. No había verdugos, ni tormentos, ni instrumentos. Había fe y fatalismo. Era una entrega total del cuerpo a la divinidad. Aunque su crueldad resulta evidente a ojos modernos, su fundamento era religioso, no inquisitorial.

El sistema judicial babilónico también contemplaba castigos ejemplares como: 
 
Si un hombre libre le rompía un hueso a otro hombre libre, se le rompería a él también ese hueso. 
 
Si un hijo maltrata a su padre se le amputaban las manos.
 
Si alguien roba un buey, carnero, puerco, asno, barca, al templo o al palacio, pagará treinta veces el valor; si se trata de un noble, diez veces el valor, y si no tiene con qué pagar, será culpable de muerte.
 
Estos son solo algunos ejemplos. Sin embargo, estos castigos se aplicaban tras un juicio formal, no como tortura previa. Las ejecuciones eran públicas y ritualizadas, pues debían mostrar a la comunidad el precio del desorden. El sufrimiento del culpable era una lección colectiva, una advertencia. La justicia se encarnaba en la carne de los condenados.

Los registros arqueológicos confirman que este código fue una guía real para jueces y administradores. Copias parciales del texto fueron halladas en diversas ciudades mesopotámicas, lo que indica su uso como modelo judicial durante siglos. Sin embargo, también se sabe que los jueces podían interpretar las leyes según las circunstancias, y que el rey conservaba el poder de emitir decretos especiales. La rigidez aparente del código era, en realidad, una herramienta política, una forma de centralizar el poder bajo la figura del monarca y legitimar su control sobre la violencia legal.

En este contexto, el dolor no era considerada una aberración, sino un código divino para castigar y mantener el equilibrio. El cuerpo del castigado hablaba en nombre del orden. La mutilación era testimonio visible de que la justicia había actuado. El miedo se convertía en un instrumento de gobierno, y ese principio se repetiría una y otra vez a lo largo de la historia. De Babilonia a Roma, de la Inquisición a las dictaduras modernas, la idea de que el sufrimiento puede restablecer el equilibrio moral ha sido una sombra persistente de la civilización.

El Código de Hammurabi nos revela así el origen más primitivo del miedo como herramienta jurídica. No fue un sistema de tortura, sino un sistema donde la justicia y la violencia se fundían hasta volverse indistinguibles. Castigar era un ejemplo donde cada golpe, cada mutilación y cada ejecución eran un mensaje público. La ley debía ser visible, debía doler. No se trataba de obtener la verdad del acusado, sino de mostrar la verdad del poder.

A pesar de su brutalidad, el código también estableció límites y reconoció la importancia de la prueba y del testimonio. Las leyes exigían la presencia de testigos y castigaban con severidad a los falsos declarantes. En varios casos, la pena recaía sobre quien acusaba sin fundamento. Esto revela una preocupación por el abuso del poder y una intuición de justicia que, aunque primitiva, ya prefigura conceptos modernos como la presunción de inocencia.

Con el tiempo, las civilizaciones posteriores reinterpretarían el legado de Hammurabi. Los asirios endurecerían las penas, los persas introducirían métodos más sofisticados de castigo y los griegos empezarían a separar la justicia civil del ritual religioso. Pero el principio central —el miedo como garante del orden— permanecería. Lo que en Babilonia fue una expresión de la voluntad divina, en Roma se transformó en una técnica política; y en la Edad Media, en un instrumento eclesiástico para purificar el alma por la fuerza. El ciclo del dolor como medida de justicia había comenzado.

Hoy, casi cuatro milenios después, la estela del Código de Hammurabi se exhibe en el Museo del Louvre. Miles de visitantes la observan sin entender del todo el mensaje que guarda, la humanidad aprendió a escribir sus leyes en piedra mucho antes de aprender a escribir su compasión. Aquellas letras cuneiformes, grabadas con precisión matemática, son el eco de un tiempo donde la justicia y el miedo eran sinónimos. Cada inciso del código no era solo una norma, sino una advertencia.

Y aunque las sociedades modernas proclamen haber dejado atrás esa época, la herencia del código sigue viva en la lógica misma del poder. Toda ley que se impone sin dialogar, todo castigo que busca más escarmiento que reparación, toda autoridad que se ampara en el miedo, repite la sombra de Hammurabi. El dolor, en su forma más antigua, fue el primer lenguaje del orden.
 
De esta manera, el Código de Hammurabi no es solo el primer texto jurídico conocido, es la primera muestra de nuestra relación con el poder y la violencia. En su basalto oscuro, no solo están las leyes de un rey babilonio, sino los cimientos del pensamiento legal que aún nos rige. La idea de que el sufrimiento puede sostener la armonía fue el primer pacto social de la humanidad. Y, de algún modo, todavía no hemos terminado de romperlo.
 
Imagen creada con Sora IA 
El Código de Hammurabi: Justicia, Castigo y el Origen del Miedo El Código de Hammurabi: Justicia, Castigo y el Origen del Miedo Reviewed by Angel Paul C. on octubre 13, 2025 Rating: 5

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